Según una vieja leyenda, un famoso guerrero, va de visita a la casa de un maestro Zen. Al llegar se presenta a éste, contándole de todos los títulos y aprendizajes que ha obtenido en años de sacrificados y largos estudios.
Después de tan sesuda presentación, le explica que ha venido a verlo para que le enseñe los secretos del conocimiento Zen.
Por toda respuesta el maestro se limita a invitarlo a sentarse y ofrecerle una taza de té.
Aparentemente distraído, sin dar muestras de mayor preocupación, el maestro vierte té en la taza del guerrero, y continúa vertiendo té aún después de que la taza está llena.
Consternado, el guerrero le advierte al maestro que la taza ya está llena, y que el té se escurre por la mesa.
El maestro le responde con tranquilidad «Exactamente señor. Usted ya viene con la taza llena, ¿cómo podría usted aprender algo?»
Ante la expresión incrédula del guerrero el maestro enfatizó: «A menos que su taza esté vacía, no podrá aprender nada.»
2 jovenes monjes
experiencia:
-Si veis una mujer, apartaos rápidamente de ella. Todas son una tentación muy grande.
No debéis acercaros a ellas, ni mucho menos hablar, por descontado, por nada del mundo se os ocurra tocarlas. Ambos jóvenes aseguraron obedecer las advertencias recibidas, y con la excitación que supone una experiencia nueva se pusieron en marcha.
Pero a las pocas horas, ya punto de vadear un río, escucharon una voz de mujer que se quejaba lastimosamente detrás de unos arbustos. Uno de ellos hizo ademán de acercarse.
-Ni se te ocurra -le atajó el otro-. ¿No te acuerdas de lo que nos dijo nuestro mentor?
-Sí, me acuerdo; pero voy a ver si esa persona necesita ayuda -contestó su compañero,
Dicho esto, se dirigió hacia donde provenían los quejidos y vio a una mujer herida y desnuda.
-Por favor, socorredme, unos bandidos me han asaltado, robándome incluso las ropas.
Yo sola no tengo fuerzas para cruzar el río y llegar hasta donde vive mi familia.
El muchacho, ante el estupor de su compañero, cogió a la mujer herida en brazos y, cruzando la corriente, la llevó hasta su casa situada cerca de la orilla. Allí, los familiares atendieron a la asaltada y mostraron el mayor agradecimiento al monje, que poco después reemprendió el camino regresando junto a su compañero.
-¡Dios mío! No sólo has visto a esa mujer desnuda, sino que además la has tomado en
brazos.
Así era recriminado una y otra vez por su acompañante. Pasaron las horas, y el otro no dejaba de recordadle lo sucedido.
-Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Vas a cargar con un gran pecado!
El joven monje se paró delante de su compañero y le dijo:
-Yo solté a la mujer al cruzar el río, pero tú todavía la llevas encima.
El Secreto
Perdido en una selva llena de bestias feroces, enmudecido por un confuso sentimiento, pero profundo; el hombre busca desvariadamente una salida. Extenuado, después de haber corrido mil riesgos, helo aquí ante la orilla.
Delante suyo se presenta un espectáculo que lo hace caer en una admiración mezclada de espanto: un castillo de gran belleza salvaje se levanta más allá de una gran fosa llena de viva agua clara. Detrás del castillo se abre un venturoso valle iluminado por los últimos rayos del sol. A la izquierda, el horizonte se oscurece, enrojeciendo; anuncia una tormenta.
Maravillado, preso de un deseo apasionado por alcanzar el castillo, el hombre olvida los riesgos y las fatigas a las que estuvo expuesto.
—¿Cómo alcanzarlo? Se pregunta.
De repente escucha una voz que le habla desde el fondo de su corazón
La fosa, le dice, sólo puede ser franqueada nadando… Pero la corriente es fuerte, el agua glacial.
Sin embargo, el hombre siente como en él surge un flujo de nuevas fuerzas.
Decidido, se arroja en la fosa. El frío paraliza su aliento. Pero, por una extrema tensión de voluntad, de algunas brazadas alcanza la otra orilla, salta sobre el primer escalón de la escalera donde hace pie. Lo dominan otros tres inmensos escalones de granito. Conducen a una gran escalinata en hemiciclo defendida por dos torres. Dos puertas cerradas dan acceso a ellas.
Un aullido llega a sus oídos. El hombre se da vuelta. En el lugar donde estaba hace algunos instantes, se encuentra una manada de lobos.
Cae el día. En la penumbra puede distinguir todavía el fulgor de los ojos de las bestias hambrientas.
De nuevo escucha la Voz que le dice:
Después de todo, el riesgo no era tan grande porque, si te hubieras negado a correrlo, habrías sido destrozado por los lobos.
Aterrorizado de pronto por el peligro del que había escapado, el hombre mide las dificultades que presenta la escalada.
Apenas intenta trepar sobre un segundo escalón se desata una lluvia diluviana, haciendo resbaladizas las piedras y trabando sus movimientos. De todas formas consigue hacer pie. Pasa la tormenta, la lluvia disminuye. Su caray vestimentas chorrean sobre la losa.
—Poco importa, dice la Voz, ya te habías mojado atravesando la fosa.
El hombre recobra el aliento y recomienza la ascensión. Cae la noche, aparece dorado y pálido el creciente de la luna nueva; sobre la derecha, del lado del ocaso.
—Buen signo, escucha desde el fondo de si mismo.
El hombre sonríe. Por el momento se aferra a las mínimas salientes para ganar el tercer escalón. Lo alcanza con las manos y piernas manchadas de sangre. Tan pronto como hace píe, una ráfaga de viento glacial casi lo hace caer. Aplastándose en el suelo, trepa hasta el pie del muro que forma el cuarto escalón y allí encuentra abrigo.
Esto no es todo todavía, dice en ese momento la Voz. No te retrases en tu refugio. Porque el escalón puede quebrarse; entonces te tragará la tierra…
La resistencia a la tormenta, en lugar de extenuarlo, decuplica las fuerzas del hombre. Trepa ahora sin demasiada dificultad sobre el cuarto escalón que no obstante tiene la misma altura que los anteriores.
Erguido escucha entonces, como si fuera un trueno, la trompeta de alarma. Bruscamente, un aliento ardiente alcanza su rostro. Levanta los ojos. En la oscuridad de la noche, delante suyo, se yergue una figura luminosa: es el Guardián. Vestido con armadura y casco deslumbrantes, el brazo extendido, tiene en la mano una espada llameante dirigida hacia el hombre.
—¿Quién eres tú, peregrino?, le pregunta. ¿Con qué objetivo y en el nombre de quién has superado esos obstáculos y trepado la escalera del paraíso?
Transportado por un impulso de alegría inefable, el hombre repite en voz alta las palabras que acaba de escuchar en el fondo de su corazón. En ese instante las siente como suyas y responde con coraje al Guardián:
—¡Yo soy el Alma que busca la felicidad divina; una partícula que aspira a unirse al Principio Creador!
—Tu respuesta es válida, replica el Guardián.
La puerta de la torre de la derecha se abre. La espada vuelve a su vaina. El Guardián toma al hombre de la mano y le hace atravesar el umbral de la puerta abierta…
La aurora va dorando el Levante. Precursora del Sol, la Estrella de la mañana brilla, más allá del Valle venturoso.